lunes, 23 de agosto de 2010

Confesión-Capítulo IV-Parte 3

Me encontraba con los ojos suavemente cerrados. Había perdido la fuerza, dado el éxtasis que acababa al que acababa de ser sometido. Me encontraba en la misma posición en la que la había visto morir.
Miré la película unos instantes; el musical proseguía, ajeno a todo lo que pasaba. Miré a la muchacha. Su belleza no había desaparecido, a pesar de que ganaba mucho más con los intestinos en su sitio.
Su boca seguía entreabierta y sus ojos tenían la mirada perdida. Se los cerré y besé sus labios, empapados de sangre, para saborearla y mancharme el rostro. Consulté la hora en mi reloj. Serían las dos de la madrugada y Robert todavía no había venido.
Y, mientras esperaba decidí sentarme en un sillón. Oí que el bebé había empezado a llorar arriba. Maldije en silencio y esperé a ver si se callaba, pero no tuve esa suerte. La criatura cada vez berreaba más fuerte.
Creo que pregunté al aire, cómo si realmente pretendiera obtener respuesta, que qué quería. Obviamente la única respuesta que obtuve fue un aumento en la intensidad de los llantos del pequeño. Subí las escaleras lentamente y caminé hacia el habitáculo del que provenían los gritos.
Era la habitación de Robert y su mujer. Estaba perfectamente decorada. La cama era muy grande, con patas finas y bordes dorados. Me llamó bastante la atención el estilo antiguo y bien cuidado. La cuna era de madera oscura, a juego con el resto de la habitación y las pequeñas sábanas eran azuladas, con bordados blancos en los que se leía "Charles", supuse que era el nombre del niño y me encogí de hombros.
Le miré detenidamente. Era de piel blanca y, como todos los bebés, era pequeño aunque grande para su edad. Su cara estaba de un intenso color rojo, de tanto llorar.
Le dije que si seguía berreando se ahogaría, pero no me entendía, como es lógico. Así que lo cogí por debajo de los hombros y le miré a los ojos seriamente.
Le repetí lo mismo. Él dejó de llorar y me miró también. Sus ojos eran iguales a los que tenía su madre. Volví a recordar el éxtasis que había experimentado con ella y me temblaron las manos levemente. El bebé rió a carcajada limpia. No entendí por qué. Decidí que lo mejor era dejarlo otra vez en la cuna, pero eso no era buena idea ya que al hacerlo, volvía a llorar.
Y, cuando estaba debatiendo conmigo mismo qué era mejor, si dejarlo en la cuna o no, oí unos pasos pesados en el pasillo. Parecía que alguien se tambaleaba en él.
Miré hacia atrás, al tiempo que aparecía Robert, borracho, con un cuchillo en la mano. Me dijo que soltara a su hijo. No lo hice, lo retuve entre mis brazos.
Se puso a decir cosas incoherentes y entonces, se abalanzó sobre mí con el arma blanca en alto, intenté apartarme pero el viejo cuchillo de cocina había atravesado el pequeño pecho de su propio hijo.
Por vez primera, me asusté un poco. Me insultó de nuevo y me dijo que le había asesinado. Suspiré y esquivé sin mucha dificultad los intentos de ataque del doctor borracho.
El pequeño yacía sin vida a mis pies, su padre con los ojos llenos de lágrimas intentó atacarme de nuevo, con mayor intensidad. Estaba furioso y no iba a dudar en matarme. Y eso estaba intentando.
Mientras lo hacía, le dije que debería dormir mas respondió que iba a llamar a la policía. Me reí mientras le replicaba que estando borracho no tenía muchas posibilidades de que le creyeran.
Me maldijo e intentó acorralarme de nuevo, pero no hace falta ser muy hábil para huir de una persona ebria.
Le miré desde el marco de la puerta, tenía los ojos fuera de sus órbitas y el cuchillo manchado de la sangre del pequeño se balanceaba en su mano derecha, estaba intentando mantener el equilibrio, pero parecía que no podía sostenerse en pie. Creí que, de un momento a otro, iba a derrumbarse.
Dijo que me encontrarían y tomó un móvil entre sus manos. Sonreí ante la idea de que llamase a la policía, al fin y al cabo, el único que tenía un arma manchada de sangre era él, no yo.
Así pues decidí que lo mejor era irme ya y, así lo hice, me esfumé tal y como había venido. Salí corriendo, camino de mi casa. Debía arreglarlo todo si quería que saliese como yo quería.

jueves, 1 de julio de 2010

Confesión-Capítulo IV-Parte 2

Y así, poco a poco, me fui haciendo amigo suyo. Incluso me invitó a su casa a cenar un día.
Su mujer era preciosa. Sus cabellos eran de un castaño oscuro intenso, incluso parecía tener destellos rojizos. Sus ojos eran de un azul purpúreo que me llamó mucho la atención, además su rostro era un ovalo perfecto, en el que sobresalían sus pómulos rojizos y sus carnosos labios.
Me sonrió y me dijo que su marido hablaba mucho de mí. Yo pensé que ese no era un buen tema de cama, pero en fin, para gustos colores. Al fin y al cabo, de esas cosas yo tampoco podía hablar mucho.
No recuerdo su nombre, solamente su rostro. La cena estaba deliciosa fue interrumpida un par de veces por el bebé, que lloraba desconsolado. Su madre tenía que ir a darle el pecho pronto, por lo que pensé.
Yo no dejaba de observarles a los dos, tanto a mi víctima como a la que podía convertirse en una. El bebé no me interesaba, yo no era de esa clase de asesino cobarde. Matar es un arte cuando la otra víctima tiene suficiente conocimiento como para ser consciente de ella. Y mire a Robert, que observaba de reojo como su mujer daba el pecho a su hijo. Advertí ternura en esa mirada, acompañada, para mi sorpresa, de cierta lujuria.
Aunque yo no soy un experto en esas cosas. Arqueó las cejas un segundo, tras darse cuenta de que sin querer había dejado de hablar. Y le miré a los ojos, eran oscuros como la noche y centelleaban de emoción. Me sonrió y me dijo que ser padre era una experiencia hermosa. Asentí y dije que, sin duda, tenía que serlo, aunque ni por asomo estaba pensando en eso.
Cuando me fui mi cuerpo vibraba en deseos de no hacerlo, en quedarme y hacer lo que realmente quería.
Y me planteé que esperar era lo mejor. Y así lo hice, me fui reprimiendo mis deseos más primarios, deseándoles buenas noches y toda esa clase de tonterías. Me dije a mí mismo, que la próxima vez que fuera a esa casa haría lo que debía.
Pero no esperé a ser invitado, como se puede imaginar. No era tan estúpido como para dejar que alguien tuviese algún conocimiento de que la víspera de la muerte del matrimonio yo había sido su huésped.
Así que me acerqué al barrio en el que vivían. Iba arrebujado en un abrigo que después tiraría a la basura, llevaba bien guardados mis cuchillos bajo éste.
Me detuve ante las elegantes vallas que rodeaban la casa, negras como el azabache, de un precioso metal. Parecían lanzas dispuestas para que nadie pudiera pasar sobre ellas. Sonreí, alcé la mirada y observé la silueta de la mujer de Robert.
No quise arriesgarme a que sonara la alarma, así que llamé al timbre tranquilamente. En seguida vi como la mujer se dirigía al telefonillo. Preguntó que quién era y, en seguida le dije que era Lawrence, el compañero de trabajo de su marido.
Me contestó que él no se encontraba en casa en esos momentos y si quería dejar algún recado.
Le dije que unos cuantos y que si podía abrirme, que llevaba un regalo. Suspiró levemente y me dejó entrar, seguramente era de aquellas a las que no les gustaba mucho abrir la puerta a esas horas de la noche y menos si su marido no estaba en casa. Esa precaución que hoy en día veríamos absurda, le hubiera servido de mucho en esta ocasión. Pero no fue así, ella entreabrió con un pijama de corazones puesto.
Me sonrió, parecía algo cansada. Le pregunté si estaba bien y me dijo que tenía sueño. Yo venía precisamente a hacerla dormir, aunque eso no se lo dije.
Quiso saber si me apetecía un té, yo le respondí que mejor café. Asintió y me hizo pasar con ella a la cocina.
Le pregunté que dónde estaba Robert, replicó que se había ido de fiesta, no sin cierto tono de rencor. Esa juerga, como observé, le hubiera costado al doctor una semana por lo menos de enfado.
Se sentó a mi lado, tras acabar de preparar el café, sosteniendo entre sus bonitas manos una taza de té. Y, asombrado de nuevo por su belleza, deseé verla morir.
Sonrió y me dijo que por qué la miraba de ese modo. Hice ver que desviaba la mirada y también sonreí. Le dije que costaba encontrar una mujer tan bella, añadiendo que Robert tenía mucha suerte de tenerla. Se puso seria y replicó que, al parecer, él no siempre pensaba lo mismo.
Después me dijo que no le gustaba quedarse sola por las noches, que a pesar de ser un barrio tranquilo, hacía poco tiempo rondaba una banda de gamberros que entraban en las casas y atacaban a los habitantes de éstas. Le propuse quedarme un rato más y no pareció molestarle. Nos pusimos a ver una película en el salón.
Y, allí era precisamente donde yo iba a poseerla. Al poco tiempo de empezar a ver la película, deslicé uno de mis brazos sobre sus hombros, para mi sorpresa no se apartó. De hecho hizo todo lo contrario.
Mi otra mano iba directamente hacia el cuchillo con el que pensaba matarla. Y, mientras hacía esto, ella acercó su rostro al mío y me miró. Me sorprendió. Supe en seguida qué quería. Pero no fui yo quién entró en ella, sino mi cuchillo, que atravesó su vientre al tiempo que yo la besaba, para evitar que el alarido sonara demasiado. Aún así era inevitable.
Intentó apartarse y gritar.
Yo sonreía, mi excitación me estaba trasportando ya a ese estado de locura que tanto me apasionaba.
Suplicó, lloró y gimió de dolor mientras volvía a atravesarla con el cuchillo. Y, mientras tanto, Johnny Deep en la piel del barbero loco de Fleet Street, canturreaba a voz en grito mientras sujetaba sus cuchillas
"These are my friends
see how they glisten.
See this one shine...
How he smiles in the light
My friend."
Y la mujer se retorcía entre mis brazos en un mar de lágrimas, presa de un terrible pánico.
Yo, de nuevo me sentía completo, viendo como la esencia de su vida se perdía, como todo se acababa para ella y, como aquellas sensaciones se abrían de nuevo para mí.
Me miró con sus hermosos ojos, que ya perdían toda vida y me sujetó la cara débilmente. Preguntó por qué, aunque yo a eso ya estaba acostumbrado.
Le dije que amaba lo bella que estaba, sobretodo ahora, que la vida la iba abandonando. Nunca olvidaré cómo me miraba, cómo suplicaba y cómo yo gemía, presa de una excitación que me hacía imposible contenerme.
Había esperado mucho tiempo ese momento y apenas era capaz de resistirme a lo que se me estaba ofreciendo. Y se me antojaba sentir su último aliento, sentir como poco a poco, la fuerza con la que a mí se aferraba se desvanecía, así como sus gemidos de dolor, cada vez más leves, mezclados con los suspiros que yo, presa de tal placer, profería sin cesar.
La sujeté de la cintura mientras clavaba más hondo el cuchillo, y a ella se le entreabría la boca, de la cual empezó a resbalar un hilillo de sangre, que yo lamí víctima de la hermosura de su muerte.
Ahí llegaba ella otra vez, empapándome de su belleza y poder. Y la abracé con fuerza, de manera que el cuchillo la atravesó completamente y mi mano casi quedó dentro de su vientre.
Cuando la saqué, uno de sus intestinos había salido conmigo y la mujer ya había perdido el conocimiento.
Sin soltar la víscera, apoyé mi oído en uno de sus firmes pechos, y escuché, alcanzando el intenso y esperado clímax.
Ahí llegaban. Los latidos que hacían que la música cesase. Que la muerte la llevase. Que yo quedara consumido por tantas sensaciones.
Y ahí estaban, los últimos latidos. Yo los escuché gimoteando de puro gozo. Y, en pocos segundos, todo cesó.

miércoles, 30 de junio de 2010

Confesión-Capítulo IV-Parte 1

Lo que me había pasado con esa mujer me sumió en un profundo pesar. Me séntía mal conmigo mismo y estuve un tiempo sin matar. Lo que me acababa de pasar escapaba a mis planes y eso me ponía muy nervioso.
Aún así, proseguí mi vida. Aquella muerte supongo que fue investigada, pero yo no estuve en el caso. Seguramente tenía mucha gente en su entorno que podía ser sospechosa.
Eso me hizo pensar en el crimen que cometí en la universidad, la policía preguntó a muchos alumnos y se centraron mucho en la gente de su entorno. Pero yo no era una persona cercana a ella, así que esta vez estuve mucho más tranquilo que en el resto de casos.
Me planteé que quizá lo que yo necesitaba en ese momento de mi vida era centrarme más, con más calma y dedicarme realmente con pasión a lo que yo más amaba: la muerte.
La muerte en todos sus estados; la muerte en su principio. El dolor que la víctima sentía me provocaba una irremediable sed de sentir algo más. Y el corazón, el corazón de cada una de esas personas creaba la más bella melodía; desde el principio hasta el final, cuando todo se detenía lentamente. Hubiera querido poder retener ese sonido para siempre, pero siempre tenía que escucharlo una vez más.
Era tal mi obsesión por la muerte. Estimulaba todos mis sentidos. La sangre que olía; las súplicas que oía; las heridas abiertas que tocaba; el sabor de la misma muerte; el estado en que les veía... Aún hoy no encuentro palabras para describirlo.
Y cómo hubiera querido acabar con alguien que realmente me entendiera, lo que hubiera dado porque aquellas personas que, como yo, amaban la muerte, no yacieran ya entre los recuerdos. Lo que hubiera dado porque no vagasen entre leyendas e historias de terror.
Yo, a la sombra de aquellos grandes maestros, quería crecer en ese pequeño mundo. Quería convertirme de verdad en un ídolo, quería ser el mejor asesino. El que mejor comprendiera lo que el crimen conllevaba, el que controlase la muerte y la sintiese de todas las maneras posibles.

Pero, lejos de todo eso que rondaba mi mente, seguí trabajando con normalidad. Mis ansias de matar crecían, pero ahora me regodeaba en esa sensación, en esa necesidad que me hacía anhelar poder matar. Disfrutaba observando cómo mi cuerpo me torturaba y casi me suplicara que asesinara.
Pero no, no iba a cometer el mismo error otra vez.
Mi trabajo en la clínica además, seguía siendo excepcional. Por aquella época mi fama empezaba a aumentar y yo era consciente de ello.
Recuerdo sobretodo a una de mis pacientes, era muy joven para la patología que sufría. Yo sabía que le quedaban pocos meses de vida, la pobre solamente tenía veinticuatro años, sin embargo parecía bastante feliz. Yo le había dicho su diagnóstico, simplemente sonrió y me contestó que un momento u otro, todos morimos. Lo cierto es que tenía mucha razón, Molly Droweson estaba en lo cierto. A pesar de su enfermedad su rostro permaneció jovial todo el tiempo que estuvo ingresada, que fue todo el proceso que la llevó a la muerte. Era de piel morena y de cabellos oscuros, recuerdo que tenía una sonrisa siempre presente, y un brillo excepcional en la mirada.
Solía ir a verla a menudo, aunque no era ese el trato que solía dar a mis pacientes. Simplemente admiraba el poco miedo que le tenía a la muerte, no es algo a lo que un médico esté acostumbrado.
Y mientras ella convalecía entre aquellas cuatro paredes blancas, yo le enseñaba muchas cosas acerca del corazón. Recuerdo que le escenifiqué el movimiento del corazón de una manera muy simple, con los dos puños, uno sobre el otro. Le dije que mientras uno se abría, el otro se cerraba, y así sucesivamente, en un interminable ciclo de "sístole-diástole-sístole-diástole-sístole-diástole" tuvo que pararme, estuve un cuarto de hora abriendo y cerrando los puños.
Intenté curar su problema, no por ella sino por orgullo. Yo, el Dr. Lambert ¿cómo iba a dejar morir a una paciente? Y en los últimos momentos de su vida, se me ocurrió una milagrosa cirugía, que nadie se atrevía a prácticar.
Decían que la mataría y que no me lo perdonaría jamás. Pobres infelices, no sabían a lo que me dedicaba cuando salía de allí, de ser así hubieran comprendido que esa frase no podía estar más fuera de lugar.
Sin embargo, algunos me ayudaron. Le salvé la vida a Molly, desgraciadamente meses después me enteré que había muerto por culpa de un accidente de tráfico.
Paradojas de la vida. En un momento u otro todos morimos.

Mi anhelo por matar se había acrecentado en esa época, quería encontrar ya a una víctima. Sabía que no podía hacerlo, que debía hacer las cosas con calma y esperar. Esperar, nada más me costaba que eso. Pero observar era también muy divertido.
Solamente cuando tenía mucha necesidad mataba de manera salvaje, sintiéndome mal después, por dejarme llevar.
Por vez primera, decidí elegir un tipo de hombre distinto, además cambié mis métodos ¿por qué no tener antes contacto con él? ¿Por qué podía ser sospechoso? Eso en el fondo me producía más placer y, además, valía la pena. O, al menos, eso esperaba en aquél momento.
Era un hombre alto y robusto, rozaba los veintiséis años. Poco sabía en principio de su vida. Trabajaba de médico en la clínica. Conseguí hablar con él, al principio de un tema absurdo; creo que fue a raíz de las ancianas hipocondríacas, que parecían hacer vida social en el hospital. Determinamos que eran cosas de la edad y el aburrimiento, que hacía mucho.
Pareció divertirse mucho y me dijo que no me había visto mucho por el hospital, era mentira. Lo que pasaba es que yo no era muy amigable y, aunque la gente me viese no solía dirigirme mucho la palabra. Ellos tenían prisa, yo no tenía ganas de hablar. Cosas que pasan.
El doctor Robert Fielding, que así se llamaba la persona a la que esta vez había elegido, era un hombre trabajador, al que nadie había pagado todo lo que tenía, que no era poco. Observé, por el anillo de boda que llevaba en el dedo corazón, que estaba casado.
Además, nos encontramos casualmente, y aunque diga casualmente yo hice que pasara, a la hora de comer. Me invitó, cómo no, a la mesa donde él se encontraba.
Para mi sorpresa me habló de su mujer. Llevaban un par de años casados y, según me dijo, tenían un bebé de pocos meses, que había nacido en ese mismo hospital.
He de decir que me sorprendí, no esperaba que tuviera un hijo. Eso había escapado a mi imaginación, bien es verdad que yo solo la utilizaba para asesinar de diversas maneras.

Confesión-Capítulo III-Parte 1

El padre Robin se revuelve inquieto en su taburete mientras Lawrence hace una pausa en su relato para beber agua y aclararse la voz.
El preso sonríe y muestra una dentadura perfectamente colocada y brillante. Observa que tiene un atractivo excepcional mezclado con su mirada siniestra.
Con sus cualidades hubiera podido llevar una vida perfecta, piensa el padre, aunque por lo que ha dicho se figura que que él no hubiera querido llevar una vida tal y como muchas personas imaginan.
Lawrence vuelve a fijar sus ojos pálidos en el padre Robin y éste siente como un estremecimiento recorre su columna. Nota que el rosario vibra entre sus manos y se da cuenta de que está siendo presa de un leve temblor.
-¿Está seguro de que desea que continuemos, padre? -Preguta Lawrence sin perder la sonrisa. Parece disfrutar mucho del terror que está provocando en el párroco.
-Sí. -Asiente el padre mientras humedece sus labios suavemente. -Pero tengo algunas dudas acerca de lo que he estado escuchando.
-¿Por qué mato? ¿Acaso no ha oído con claridad lo que sentía? ¿Qué es lo que me llevaba a sentirme de verdad vivo?
-Lo he oído perfectamente, se me hace extraño que una persona sea capaz de... ¿Qué hay de tu familia? ¿Cómo pudiste irte dejando todo atrás?
-Ustedes no son capaces de comprenderlo, como yo no soy capaz de entender como pueden pasar toda su vida rindiendo culto a un Dios que ni siquiera saben que existe.
-Tenemos fe.
-¿Fe? Hay algo más que les lleva a hacerlo, ¿no es así, padre?
-No entiendo.
-Algo más tiene que aportarles aparte de esa satisfacción personal de la que tanto presumen.
-No hay nada más bello que eso. Pero por desgracia jamás podrías llegar a experimentarlo.
-De hecho he experimentado todo lo que me parecía bello experimentar. No creo necesitar nada más.
-Has dicho que en este último crimen te sentiste frustrado, porque todo fue demasiado rápido. ¿Crees que eso tiene relación con que fuera mujer?
-¿Está usted insinuando lo que creo! ¡Oh, por favor! ¡Que es usted un hombre casado con Dios! ¡No tenga esos pensamientos carnales!
-No te confundas. Pero esa era la primera vez que te pasaba, ¿ni siquiera tú te planteaste esa posibilidad? Me parece que no llevabas mucho tiempo sin matar y, con los hombres no te había pasado. Quizá te rendiste a algo más que a la muerte de esa muchacha.
-Quizá haya sido usted con mi relato el que ha sucumbido a alguna tentación o fantasía.
-Yo no disfruto matando.
-Ni yo con deseos impuros.
El padre Robin frunce los labios y se aclara la voz mientras oye al otro lado como el guarda carraspea, conteniendo lo que seguramente era una risa.
Se encuentra algo asustado. Sabe que el preso no tienen ningún arma cerca y además parece que no siente deseos de asesinarle, aunque nada puede saber de la mente de alguien que parece estar completamente loco.
Piensa que quizá no debería haber venido, que estaría mucho mejor en su iglesia, dedicándose a lo que de verdad quiere dedicarse.
-Padre, le noto tenso, ¿está sumido en sus pensamientos? -Dice Lawrence no sin un deje de ironía.
-Podemos continuar. -Replica únicamente el padre.
-Veo que no se anda usted con chiquilladas. Supongo que tiene un tiempo muy valioso, que está perdiendo hablando con un preso. Aunque parece que le gusta. ¿Le gusta de verdad? Es sólo curiosidad, padre, no se ofenda.
-Me asombra esa pregunta.
-Ah... le asombra.
-¿Podemos continuar?
-¿Por qué no?
Lawrence echa la cabeza hacia atrás, como si de esta manera pudiera observar sus recuerdos con más detenimiento, como si aún viera pasar su vida frente a él. Mientras tanto el padre le mira atemorizado, no sabe qué es lo próximo que puede salir de esa boca. Qué más barbaridades pudieron haber pasado por su cabeza durante aquellos crímenes.

lunes, 28 de junio de 2010

Confesión-capítulo II-Parte 6

Yo pasaba muy desapercibido para todos. Era una persona poco sociable, no me gustaba relacionarme y disfrutaba de la soledad. Pasabas las horas muertas entre páginas de periódico, cuál ratón de biblioteca pasa las suyas perdido entre estanterías.
Adoraba buscar recortes y mis ansias crecían a medida que conseguía más. Ver películas de terror, de las cuales ni tan siquiera alguna alcanzaba la verdadera pasión del crímen, me gustaba bastante. Me acercaban un mínimo a la sensación del asesinato; me sentía como un adolescente viendo películas porno, que quizá le hicieran sentir más cerca del acto sexual. Lo cierto es que la situación gozaba de cierto parecido, sólo que yo no era adolescente y la excitación de matar no era física tan sólo, como ocurría en la sexual, sino que era algo mucho más profundo.
Sin duda Saw y toda su saga me encantaba, era lo más real que encontraba en el terror. Hannibal me apasionaba también en toda la saga. Y así podría pasarme mucho tiempo, nombrando todas aquellas que yo veía completamente solo en mi salón, acompañado del repiqueteo de mi corazón, acelerado de emoción y placer.
Y así proseguía mi vida, sin mucho más interés que ese. Quizá yo no fuera lo que el mundo esperase, pero era todo lo que yo necesitaba.
No tenía ninguna meta, simplemente vivía y sentía lo que la vida me daba a probar, ¿por qué iba a decir que no a algo tan maravilloso? Para los religiosos, y tal vez para el resto de la gente, eso era una barbaridad pero si Dios creó la muerte fue por algo. Si según ellos hay cielo e infierno, ¿para qué estaría éste último de no haber gente como yo?
No sé, quizá todo esto parezca una locura en vista de quien no lo ha experimentado, pero para mí el asesinato no era sólo eso. No era lo que la gente veía. Era algo bello y mágico, era la plenitud de mi ser. Cada vez que mi cuchillo penetraba en las carnes de esos infelices yo me sentía completo. Cada vez que veía como la muerte les llevaba, la sensación era muy fuerte. Todo en mí se aceleraba y yo era un peón de la misma muerte, que me hacía víctima del deseo de poseerla.
Ella misma me iba atrapando cada vez más y mis ansias de matar eran insaciables. Apenas podía resisitirme, era una necesidad, algo que me impedía discernir de todo lo demás. Anhelaba asesinar de nuevo. Volver a desgarrar cuerpos, bañarme en sangre cálida, vivir aquellos últimos latidos. Todo fluía en mi mente, aumentando mis deseos.
Mataba prácticamente sin recato alguno, ya sin miramientos. Lo que era afición se convirtió en pasión; lo que era deseo en necesidad; hasta que, poco a poco, aquello me fue consumiendo.
Yo mataba. Llevaba a mis víctimas al sótano y las asesinaba. Actuaba con mucho cuidado, no quería verme sospechoso, no en aquel entonces.

Como yo mismo podía observar, todas mis víctimas eran hombres, pero pronto habría mujeres, cuya muerte se convertiría en algo más intenso para mí. En algo que merecía la pena ser narrado.
La primera mujer que maté la conocí de manera más lenta, aguardé el momento preciso, me apetecía hacer las cosas bien, como si fuera la primera vez. En cierto modo lo era, ella sería la primera mujer, pero no la única.
Así pues, la observé durante bastante tiempo, regodeándome con lo poco que le quedaba de aquella vida. Trabajaba de stripper por la noche y durante el día estudiaba. Supongo que así se pagaba la carrera. Nunca nuestro trabajo puede estar a la altura de nuestras expectativas, pensé, aunque quizá a ella le gustara lo que hacía.
Era una chica interesante, estudiaba psicología, quizá eso me producía una mayor morbosidad.

Cuando entré en ese club de mal agüero en el que trabaja la vi, rodeada como sus compañeras, de cuarentones salidos que estiraban sus dedos regordetes para tocarlas aunque fuera un poco. Sentí un ápice de pena por esas mujeres y, después me aproximé donde estaba mi preciosa víctima.
Me quedé embelesado viendo como bailaba y la poca ropa que llevaba iba desprendiéndose sensualmente de su cuerpo. Sus cabellos rizados ondeaban suavemente acompasando sus contoneos y sus caderas poseían un movimiento que se advertía hipnótico.
Me miró y sonrió provocativamente, mostrando unos dientes pequeños y blancos. Me enseñó su sujetador haciendo ademán de quitárselo y yo seguí mirándola con intensidad. Se dio la vuelta y se agarró a la barra, dándome la espalda y mostrándome unas nalgas redondas y firmes.
Pero eso no era lo que me hacía mirarla así, sino mi perversa mente que la tenía maniatada y sangrando. Yo la veía llorar, gritar y morir, aferrándose aún a la vida.
La sensación me pareció que me acercaba a la que esos cuarentones sentían. Esa idea me asqueó profundamente y decidí largarme de allí, esperar un día más a cometer lo que sería el gran acto de la vida de aquella joven.
Noches más tarde la esperé y, en contra de lo que yo hubiera hecho normalmente, la seduje.
Ella me seguía el juego, como una adolescente bobalicona. Llevaba alguna copa de más, evidentemente puesto que su aliento apestaba a licor.
Me besó mientras su mano buscaba mis pantalones casi con desesperación. La detuve asombrado y le dije que fuéramos a algún lugar más tranquilo. Me miró con aquellos ojos brillantes y me dijo que creía haberme visto antes. Asentí e hice que me acompañara.
Llevaba un vestido negro corto, con la espalda totalmente descubierta, además de un escote impresionante.
La llevé en coche a mi casa, durante el viaje demostró que tenía ganas de algo que yo no iba a darle aunque, claro está, eso ella no lo sabía.
Se iba quitando el vestido lentamente y deslizaba su mano izquierda por la parte interna de mi muslo derecho, deseosa de encontrar lo que escondía en mis pantalones.
No me inmuté hasta que llegamos a mi casa y la conduje al sótano. A esas alturas a la muy cerda sólo le quedaba un tanga sobre su esbelto cuerpo.
Al ver la decoración del sótano me preguntó si era de esos sadomasoquistas. Creo que le contesté que yo era muchas cosas y que no iba a olvidar aquella noche. La até en una cama que tenía y la amordacé. Ahora estaba todo listo.
Me levanté y me puse de espaldas a ella, dispuesto a coger a los dos cuchillos gemelos, que tanto me caracterizaban.
Creo que negó con la cabeza e intentó decirme que a ella no le iba ese rollo. La ignoré y me tumbé a su lado, dejando caer mi rostro en uno de sus minúsculos pechos. Apoyé la punta de uno de mis cuchillos justo en el final de esternón y sonreí al sentir su pulso acelerarse y su rostro contraerse en una expresión de miedo.
Dejé entonces que mi cuchillo resbalara hasta su ombligo, produciéndole un corte limpio que fui abriendo limpiamente. La joven suplicó en un mar de sangre hasta que se desmayó. Me decepcionó mucho lo poco que aguantó, pues pensaba que lo llevaría un poco mejor. Corté sobre todo su cuerpo y me coloqué sobre éste, para que la sangre me bañara mejor.
Despertó unos segundos, en los que estaba entre la vida y la muerte, para llamarme psicópata y yo le clavé ambos cuchillos en la parte baja del vientre y esperé apoyado sobre su pecho.
Fue una muerte tranquila, al menos para mí, no tardó en llegar y, una vez más, me invadió la sensación de placer extremo. Tengo que decir, aún así, que fue menos intenso que en anteriores ocasiones, aunque no tuvo desperdicio.
Pronto me di cuenta de que la sensación había sido más leve ya que había esperado demasiado aquel momento y, de este modo, la había matado demasiado rápido. Me figuré que aquella sensación debía de ser parecida a la que sentían los hombres que, al sentir el más mínimo roce con la piel desnuda de una mujer alcanzaban un efímero clímax.
Sentí una profunda vergüenza y casi asco de mí mismo, y mientras me daba un baño me prometí que nunca más me volvería a pasar.

domingo, 27 de junio de 2010

Confesión-Capítulo II-Parte 5

Me enriquecí bastante tras esa búsqueda y decidí que era hora de buscar otra persona a la que asesinar, lo cierto es que ya llevaba mucho tiempo reprimiéndome. Dudaba que eso fuera bueno para mí.

Esta vez fue un chico al que conocía de vista. Llevaba observándole algunos días; trabajaba en la clínica como secretario. Era amable, de sonrisa fácil, estaba contento, le gustaba su trabajo. Llevaba siempre consigo la foto de una chica muy guapa, supongo que era su novia o su prometida. Algo así oí un día, al parecer quería pedirle que se casara con él. Por desgracia, creo que la pobre se debió de quedar con las ganas.
Y, cuánto más le observaba más me obsesionaba la idea de verle morir. Cada vez que pasaba por mi lado no podía evitar mirarle constantemente observando como mis cuchillos atravesaban su piel, en una fantasía que me consumía por completo.
Solamente le veía en las horas de consulta, pero me bastó para conocerle suficiente como para quererle añadir a mi corta lista de víctimas. Quería saborear la muerte de nuevo y él era el candidado perfecto.
Esta vez, decidí hacer las cosas bien. No quería que el ataque fuera tan impulsivo como la última vez, quería vivir el momento así que el día adecuado le esperé fuera de la clínica. Le saludé amablemente, él apenas me conocía y me devolvió el saludo de forma automática. Frustrado por su actitud me acerqué a él y le cerré el paso, no quería que se fuese sin más. Me sonrió irritado, dijo que tenía prisa, que le esperaban. Le contesté que iban a tener que esperar más de la cuenta, mientras le sujetaba con una fuerza que creía ausente en mi cuerpo.
Tuve que pararme a dormirle, porque me figuré que no quedaba mucho para que empezara a gritar y resistirse al creerse en un peligro, que no era nada comparado al que iba a correr en pocas horas. Le sedé hábilmente con una inyección tranquilizante y, una vez dormido le amordacé y metí en el coche, dispuesto a irme a casa con mi suculenta y fresca diversión.

Recientemente había hecho ciertas reformas en mi casa y tenía mi sótano muy bien ambientado para hacer lo que más me gustaba, llevaba meses arreglándolo y ese muchacho iba a estrenarlo. Ya no podía resistir más y empezaba a sentir la adrenalina.
En cuánto llegué le senté en una silla y le até a ésta. Me senté enfrente de él, en mi mullido sillón, mientras esperaba a que despertase.
Era delgado y su rostro llamaba mucho la atención, era elegante en todas sus facciones. Tenía la barbilla afilada, extraña para ser la de un hombre. Los pómulos estaban firmemente marcados y enmarcaban unos ojos grandes y ligeramente rasgados. Su nariz se apreciaba fina, con la misma belleza que el resto de su cara. Sus manos eran también largas y bonitas, sólo le faltaba una buena manicura para convertirse en unas preciosas manos de mujer. Había oído que a esas manos se les solía llamar manos de artista. Todo en él era bonito, cosa que siempre me había llamado la atención.
La elegancia es un bien escaso entre la humanidad y más de esa manera tan innata como ese chico la tenía. Es una lástima que un humano tan perfecto muriera tan joven, pensará mucha gente, pero yo disfrutaba muchísimo más cuánto más bello era lo que la muerte se llevaba consigo.

Cuando despertó, intentó gritar, pero pronto descubrió la mordaza. Reí, qué placer, verle ahí atado, sin ninguna escapatoria.
Saqué mis hermosos cuchillos de sus respectivos botes y empecé a afilarlos con calma, mientras él se movía agitado en la silla.
Intenté mantener una conversación con él, para romper el hielo y esas cosas, pero no había manera, en vez de contestar de manera amable, tal y como yo le decía, se movía más y más e intentaba gritar. Y eso que le repetí muchísimas veces que nadie podía oírle, pero parecía que él tampoco podía oírme a mí.
Cuando empecé a cortarle levemente sobre su brazo derecho empezó a gritar de manera más audible, aunque eso no me preocupaba, esa habitación estaba completamente insonorizada.
Y ahí estaba yo, víctima de un deseo y una excitación crecientes.
Seguí cortándole, ansioso por pasar a cosas mayores, aquello sólo eran preliminares, yo quería acción de verdad y dudaba que pudiera esperar mucho más. Quería pasar ya al acto que me llevara al éxtasis, que tanto deseaba alcanzar.
Por otro lado, sabía que acelerarlo lo haría todo también más efímero. Por eso me obligué a disfrutar más de aquél momento. Le desabroché la camisa lentamente y dejé que mis cuchillos resbalaran de sus clavículas hasta su ilíaco, pasando por sus rosados pezones, en uno de los cuales llevaba un piercing, que no tardó en caer ensangrentado al suelo.
El muchacho lloró a modo de súplica y deseé con más intensidad su último aliento, los últimos latidos. Anhelé con fuerza observar una vez más el juego de la muerte. Por fin, mientras él suplicaba yo hundí uno de mis cuchillos en su abdomen, mientras que, con el otro atravesaba los aductores del muslo derecho.
La sangre empezó a manar de su cuerpo y a caer sobre el suelo manchando mis zapatos.
Sentí mi respiración agitarse y suspiré al tiempo que él gritaba.
Ya sin poderlo evitar, atravesé sus abdominales de arriba a bajo, sintiendo como el músculo se desgarraba rápidamente.
Prácticamente yo gemía de placer y poco me faltaba para llegar al deseado clímax. Finalmente, clavé mi arma en su arteria ilíaca a la altura de su ingle izquierda. Le tomé entonces el pulso en la muñeca y esperé a que se desangrara rápidamente, mientras hundía mi otro cuchillo muy cerca de sus genitales.
La sangre salía a borbotones de su arteria, al ritmo de los latidos de su corazón, cada vez menos intensos. Estaba demasiado excitado como para prestar mucha atención a lo que me rodeaba, demasiado atento a ese momento que tanto esperaba. Le quité la mordaza, deseando ver su rostro perfectamente en el momento en que todo acabase.
Preguntó "¿por qué?" varias veces, mientras la muerte le sobrevenía. Al fin, ésta hizo acto de presencia y pude volver a sentir esos últimos latidos, ver su rostro, cómo su cuerpo era consumido.
Cuando todo acabó me despojé de mi ropa ensanfrentada y, desnudo, me dejé caer en aquél charco de sangre; aún estaba caliente.

La muerte me producía un éxtasis que nadie salvo yo alcanzaba a entender y, sentir su sangre cálida mojando mi cuerpo era mucho más de lo que podía soportar. Gemía como lo hacía el resto de gente mientras manteía relaciones sexuales. Para mí la sensación del sexo era una ínfima parte de lo que sentía matando.

Le descuarticé aún desnudo y lo guardé en diversas bolsas. Las dejé escondidas hasta tener la oportunidad de irlas tirando. Tras aquello subí al piso superior; disfruté de un baño de agua caliente, que despegara la sangre de mi piel.
Pocas semanas después, en las que yo ya me había deshecho del cuerpo y limpiado los restos de la obscena situación, empezó a investigarse el crímen.
Esta vez fui sospechoso, al igual que otros muchos de la clínica, por eso no me preocupé.
Nadie fue detenido y la investigación se alargó mucho, mas el caso quedó abierto al no haber un cuerpo ni un asesino convincente.

sábado, 26 de junio de 2010

Confesión-Capítulo II-Parte 4

La desaparición del chico fue muy sonada en la universidad, casi tanto como su asesinato descubierto algo más tarde.
Nadie dejaba de decirme que lo sentía por mí, y esa clase de tonterías. Y, es que, de hecho, solíamos pasar bastante tiempo juntos. No es que fuéramos amigos íntimos, pero era grato mantener conversaciones con él. Era inteligente y realmente adoraba lo que estaba estudiando casi tanto como yo, lo sentía como algo apasionante y cada vez que hablaba de ello sus ojos adquirían un brillo especial, que aún recuerdo nítidamente. Para él, el cuerpo humano era una máquina perfecta y maravillosa, pero a su vez tremendamente frágil, solía decir que era paradójico que en una máquina tan perfecta como lo era el cuerpo humano un mínimo error pudiera destrozarlo todo. Era por eso que quería estudiar genética más a fondo, para averiguar que clase de fallos ocurrían realmente para ciertas enfermedades. Creo que hubiera sido un gran médico de haber acabado la carrera con vida.

El tercer año tuve que trabajar más, pues por un momento creí que el dinero no me alcanzaría para todo lo que quería hacer, lo cuál tuvo cierta repercusión en mis notas. Nada grave, siempre fui un chico de excelentes calificaciones, era hábil en el estudio y no me costaba manejarme entre tanta terminología científica.
La biblioteca de la universidad se convirtió en mi segundo hogar y el café en mi amante fiel. Con él pasaba largas noches, mientras mis ojos agotados surcaban páginas y páginas de libros de texto.
Por suerte para mí, me saqué todas las asignaturas perfectamente; me especialicé en el sistema cardiovascular. El corazón siempre me ha llamado mucho la atención, así como todo su sistema, también la sangre y sus componentes. Destacaba entre toda mi clase, todos esos futuros cardiólogos estaban muy verdes en comparación a mí y no es sólo mi opinión, sino la de muchos de los profesores que me dieron clase.
El corazón y la melodía de su sístole y su diástole me volvía loco, así como todas las vías por las que movía la sangre, y el modo en que ésta nos aportaba todo lo necesario para vivir.
Finalmente y sin ningún evento más, acabé la carrera a los veinticinco años. Pensé en buscar un trabajo, puesto que lo necesitaba si quería seguir pagando el alquiler.
No tardé mucho en encontrarlo, aunque mi currículum era brillante así que nadie debería sorprenderse mucho de ello. Ahora trabajaba a jornada completa pero de manera tranquila, en una clínica privada. Dedicaba la mitad de mis horas a hacer consultas rutinarias y el resto por completo a mi especialidad, al principio, cabe decir, que no era muy conocido.
Más adelante, incluso hoy en día soy muy reconocido como cardiólogo, la gente importante con problemas del corazón era enviada para que yo, el Dr. Lambert, la examinara.
En cuanto al tiempo que no pasaba trabajando, lo dedicaba a juntar recortes de gente que, como yo, disfrutaba del arte del asesinato, empezó siendo un pequeño cuadernillo con recortes de mala calidad, hasta que llegué a hacer un pequeño libro con todos esos genios del crímen.
Gary, el payaso asesino, era uno de ellos, durante un tiempo atrajo mi atención. Mató a 33 jóvenes tras someterles a dolorosas torturas sexuales. Pero a mí no me atraía ese tipo de asesinato, de hecho yo jamás lo hubiera practicado así. Yo necesitaba más estilo; apreciaba la elegancia y belleza, tanto de la muerte como la de mis víctimas.
Erzsébet Báthory, una de las mujeres más sangrientas de la historia, sí era realmente apasionante. Se la conocía como la condesa sangrienta, y es que dada su obsesión por mantenerse bella llegó a asesinar a una cantidad impresionate de mujeres, tras torturarlas y desangrarlas, de éste modo bebiéndose su sangre creía que su belleza se mantendría. Era una mujer brillante, una de las asesinas de la historia que más víctimas ha dejado a sus espaldas, aunque fuera por simple vanidad.
El que verdaderamente me gustó, sobretodo en su manera de vivir, fue el famoso Fish el abuelo. Era un torturador que matando y comiéndose a sus víctimas alcanzaba el éxtasis sexual. Esto me recordó mucho a mí, a pesar de que nunca he sentido ganas de devorar a la gente que mato. Además, le excitaba el dolor de sobremanera y la idea de morir en la silla eléctrica le produjo una gran ilusión, de hecho dijo que quería, que era el único estremecimiento que le quedaba por probar. Una vida plena, sin duda.
Algún día yo esperaba ser el ídolo de otro que, al igual que yo, sienta este terrible placer al observar como la muerte consume a su presa.
Quizá nadie entienda por qué yo buscaba esos recortes, que buscase gente así en la historia y, es precisamente porque pasé varios años obsesionado con la idea de que yo no podía ser el único privilegiado. Obviamente era consciente de que había asesinos, pero yo quería a los de verdad, a los que como a mí, les gustaba matar por puro placer.