miércoles, 30 de junio de 2010

Confesión-Capítulo IV-Parte 1

Lo que me había pasado con esa mujer me sumió en un profundo pesar. Me séntía mal conmigo mismo y estuve un tiempo sin matar. Lo que me acababa de pasar escapaba a mis planes y eso me ponía muy nervioso.
Aún así, proseguí mi vida. Aquella muerte supongo que fue investigada, pero yo no estuve en el caso. Seguramente tenía mucha gente en su entorno que podía ser sospechosa.
Eso me hizo pensar en el crimen que cometí en la universidad, la policía preguntó a muchos alumnos y se centraron mucho en la gente de su entorno. Pero yo no era una persona cercana a ella, así que esta vez estuve mucho más tranquilo que en el resto de casos.
Me planteé que quizá lo que yo necesitaba en ese momento de mi vida era centrarme más, con más calma y dedicarme realmente con pasión a lo que yo más amaba: la muerte.
La muerte en todos sus estados; la muerte en su principio. El dolor que la víctima sentía me provocaba una irremediable sed de sentir algo más. Y el corazón, el corazón de cada una de esas personas creaba la más bella melodía; desde el principio hasta el final, cuando todo se detenía lentamente. Hubiera querido poder retener ese sonido para siempre, pero siempre tenía que escucharlo una vez más.
Era tal mi obsesión por la muerte. Estimulaba todos mis sentidos. La sangre que olía; las súplicas que oía; las heridas abiertas que tocaba; el sabor de la misma muerte; el estado en que les veía... Aún hoy no encuentro palabras para describirlo.
Y cómo hubiera querido acabar con alguien que realmente me entendiera, lo que hubiera dado porque aquellas personas que, como yo, amaban la muerte, no yacieran ya entre los recuerdos. Lo que hubiera dado porque no vagasen entre leyendas e historias de terror.
Yo, a la sombra de aquellos grandes maestros, quería crecer en ese pequeño mundo. Quería convertirme de verdad en un ídolo, quería ser el mejor asesino. El que mejor comprendiera lo que el crimen conllevaba, el que controlase la muerte y la sintiese de todas las maneras posibles.

Pero, lejos de todo eso que rondaba mi mente, seguí trabajando con normalidad. Mis ansias de matar crecían, pero ahora me regodeaba en esa sensación, en esa necesidad que me hacía anhelar poder matar. Disfrutaba observando cómo mi cuerpo me torturaba y casi me suplicara que asesinara.
Pero no, no iba a cometer el mismo error otra vez.
Mi trabajo en la clínica además, seguía siendo excepcional. Por aquella época mi fama empezaba a aumentar y yo era consciente de ello.
Recuerdo sobretodo a una de mis pacientes, era muy joven para la patología que sufría. Yo sabía que le quedaban pocos meses de vida, la pobre solamente tenía veinticuatro años, sin embargo parecía bastante feliz. Yo le había dicho su diagnóstico, simplemente sonrió y me contestó que un momento u otro, todos morimos. Lo cierto es que tenía mucha razón, Molly Droweson estaba en lo cierto. A pesar de su enfermedad su rostro permaneció jovial todo el tiempo que estuvo ingresada, que fue todo el proceso que la llevó a la muerte. Era de piel morena y de cabellos oscuros, recuerdo que tenía una sonrisa siempre presente, y un brillo excepcional en la mirada.
Solía ir a verla a menudo, aunque no era ese el trato que solía dar a mis pacientes. Simplemente admiraba el poco miedo que le tenía a la muerte, no es algo a lo que un médico esté acostumbrado.
Y mientras ella convalecía entre aquellas cuatro paredes blancas, yo le enseñaba muchas cosas acerca del corazón. Recuerdo que le escenifiqué el movimiento del corazón de una manera muy simple, con los dos puños, uno sobre el otro. Le dije que mientras uno se abría, el otro se cerraba, y así sucesivamente, en un interminable ciclo de "sístole-diástole-sístole-diástole-sístole-diástole" tuvo que pararme, estuve un cuarto de hora abriendo y cerrando los puños.
Intenté curar su problema, no por ella sino por orgullo. Yo, el Dr. Lambert ¿cómo iba a dejar morir a una paciente? Y en los últimos momentos de su vida, se me ocurrió una milagrosa cirugía, que nadie se atrevía a prácticar.
Decían que la mataría y que no me lo perdonaría jamás. Pobres infelices, no sabían a lo que me dedicaba cuando salía de allí, de ser así hubieran comprendido que esa frase no podía estar más fuera de lugar.
Sin embargo, algunos me ayudaron. Le salvé la vida a Molly, desgraciadamente meses después me enteré que había muerto por culpa de un accidente de tráfico.
Paradojas de la vida. En un momento u otro todos morimos.

Mi anhelo por matar se había acrecentado en esa época, quería encontrar ya a una víctima. Sabía que no podía hacerlo, que debía hacer las cosas con calma y esperar. Esperar, nada más me costaba que eso. Pero observar era también muy divertido.
Solamente cuando tenía mucha necesidad mataba de manera salvaje, sintiéndome mal después, por dejarme llevar.
Por vez primera, decidí elegir un tipo de hombre distinto, además cambié mis métodos ¿por qué no tener antes contacto con él? ¿Por qué podía ser sospechoso? Eso en el fondo me producía más placer y, además, valía la pena. O, al menos, eso esperaba en aquél momento.
Era un hombre alto y robusto, rozaba los veintiséis años. Poco sabía en principio de su vida. Trabajaba de médico en la clínica. Conseguí hablar con él, al principio de un tema absurdo; creo que fue a raíz de las ancianas hipocondríacas, que parecían hacer vida social en el hospital. Determinamos que eran cosas de la edad y el aburrimiento, que hacía mucho.
Pareció divertirse mucho y me dijo que no me había visto mucho por el hospital, era mentira. Lo que pasaba es que yo no era muy amigable y, aunque la gente me viese no solía dirigirme mucho la palabra. Ellos tenían prisa, yo no tenía ganas de hablar. Cosas que pasan.
El doctor Robert Fielding, que así se llamaba la persona a la que esta vez había elegido, era un hombre trabajador, al que nadie había pagado todo lo que tenía, que no era poco. Observé, por el anillo de boda que llevaba en el dedo corazón, que estaba casado.
Además, nos encontramos casualmente, y aunque diga casualmente yo hice que pasara, a la hora de comer. Me invitó, cómo no, a la mesa donde él se encontraba.
Para mi sorpresa me habló de su mujer. Llevaban un par de años casados y, según me dijo, tenían un bebé de pocos meses, que había nacido en ese mismo hospital.
He de decir que me sorprendí, no esperaba que tuviera un hijo. Eso había escapado a mi imaginación, bien es verdad que yo solo la utilizaba para asesinar de diversas maneras.

Confesión-Capítulo III-Parte 1

El padre Robin se revuelve inquieto en su taburete mientras Lawrence hace una pausa en su relato para beber agua y aclararse la voz.
El preso sonríe y muestra una dentadura perfectamente colocada y brillante. Observa que tiene un atractivo excepcional mezclado con su mirada siniestra.
Con sus cualidades hubiera podido llevar una vida perfecta, piensa el padre, aunque por lo que ha dicho se figura que que él no hubiera querido llevar una vida tal y como muchas personas imaginan.
Lawrence vuelve a fijar sus ojos pálidos en el padre Robin y éste siente como un estremecimiento recorre su columna. Nota que el rosario vibra entre sus manos y se da cuenta de que está siendo presa de un leve temblor.
-¿Está seguro de que desea que continuemos, padre? -Preguta Lawrence sin perder la sonrisa. Parece disfrutar mucho del terror que está provocando en el párroco.
-Sí. -Asiente el padre mientras humedece sus labios suavemente. -Pero tengo algunas dudas acerca de lo que he estado escuchando.
-¿Por qué mato? ¿Acaso no ha oído con claridad lo que sentía? ¿Qué es lo que me llevaba a sentirme de verdad vivo?
-Lo he oído perfectamente, se me hace extraño que una persona sea capaz de... ¿Qué hay de tu familia? ¿Cómo pudiste irte dejando todo atrás?
-Ustedes no son capaces de comprenderlo, como yo no soy capaz de entender como pueden pasar toda su vida rindiendo culto a un Dios que ni siquiera saben que existe.
-Tenemos fe.
-¿Fe? Hay algo más que les lleva a hacerlo, ¿no es así, padre?
-No entiendo.
-Algo más tiene que aportarles aparte de esa satisfacción personal de la que tanto presumen.
-No hay nada más bello que eso. Pero por desgracia jamás podrías llegar a experimentarlo.
-De hecho he experimentado todo lo que me parecía bello experimentar. No creo necesitar nada más.
-Has dicho que en este último crimen te sentiste frustrado, porque todo fue demasiado rápido. ¿Crees que eso tiene relación con que fuera mujer?
-¿Está usted insinuando lo que creo! ¡Oh, por favor! ¡Que es usted un hombre casado con Dios! ¡No tenga esos pensamientos carnales!
-No te confundas. Pero esa era la primera vez que te pasaba, ¿ni siquiera tú te planteaste esa posibilidad? Me parece que no llevabas mucho tiempo sin matar y, con los hombres no te había pasado. Quizá te rendiste a algo más que a la muerte de esa muchacha.
-Quizá haya sido usted con mi relato el que ha sucumbido a alguna tentación o fantasía.
-Yo no disfruto matando.
-Ni yo con deseos impuros.
El padre Robin frunce los labios y se aclara la voz mientras oye al otro lado como el guarda carraspea, conteniendo lo que seguramente era una risa.
Se encuentra algo asustado. Sabe que el preso no tienen ningún arma cerca y además parece que no siente deseos de asesinarle, aunque nada puede saber de la mente de alguien que parece estar completamente loco.
Piensa que quizá no debería haber venido, que estaría mucho mejor en su iglesia, dedicándose a lo que de verdad quiere dedicarse.
-Padre, le noto tenso, ¿está sumido en sus pensamientos? -Dice Lawrence no sin un deje de ironía.
-Podemos continuar. -Replica únicamente el padre.
-Veo que no se anda usted con chiquilladas. Supongo que tiene un tiempo muy valioso, que está perdiendo hablando con un preso. Aunque parece que le gusta. ¿Le gusta de verdad? Es sólo curiosidad, padre, no se ofenda.
-Me asombra esa pregunta.
-Ah... le asombra.
-¿Podemos continuar?
-¿Por qué no?
Lawrence echa la cabeza hacia atrás, como si de esta manera pudiera observar sus recuerdos con más detenimiento, como si aún viera pasar su vida frente a él. Mientras tanto el padre le mira atemorizado, no sabe qué es lo próximo que puede salir de esa boca. Qué más barbaridades pudieron haber pasado por su cabeza durante aquellos crímenes.

lunes, 28 de junio de 2010

Confesión-capítulo II-Parte 6

Yo pasaba muy desapercibido para todos. Era una persona poco sociable, no me gustaba relacionarme y disfrutaba de la soledad. Pasabas las horas muertas entre páginas de periódico, cuál ratón de biblioteca pasa las suyas perdido entre estanterías.
Adoraba buscar recortes y mis ansias crecían a medida que conseguía más. Ver películas de terror, de las cuales ni tan siquiera alguna alcanzaba la verdadera pasión del crímen, me gustaba bastante. Me acercaban un mínimo a la sensación del asesinato; me sentía como un adolescente viendo películas porno, que quizá le hicieran sentir más cerca del acto sexual. Lo cierto es que la situación gozaba de cierto parecido, sólo que yo no era adolescente y la excitación de matar no era física tan sólo, como ocurría en la sexual, sino que era algo mucho más profundo.
Sin duda Saw y toda su saga me encantaba, era lo más real que encontraba en el terror. Hannibal me apasionaba también en toda la saga. Y así podría pasarme mucho tiempo, nombrando todas aquellas que yo veía completamente solo en mi salón, acompañado del repiqueteo de mi corazón, acelerado de emoción y placer.
Y así proseguía mi vida, sin mucho más interés que ese. Quizá yo no fuera lo que el mundo esperase, pero era todo lo que yo necesitaba.
No tenía ninguna meta, simplemente vivía y sentía lo que la vida me daba a probar, ¿por qué iba a decir que no a algo tan maravilloso? Para los religiosos, y tal vez para el resto de la gente, eso era una barbaridad pero si Dios creó la muerte fue por algo. Si según ellos hay cielo e infierno, ¿para qué estaría éste último de no haber gente como yo?
No sé, quizá todo esto parezca una locura en vista de quien no lo ha experimentado, pero para mí el asesinato no era sólo eso. No era lo que la gente veía. Era algo bello y mágico, era la plenitud de mi ser. Cada vez que mi cuchillo penetraba en las carnes de esos infelices yo me sentía completo. Cada vez que veía como la muerte les llevaba, la sensación era muy fuerte. Todo en mí se aceleraba y yo era un peón de la misma muerte, que me hacía víctima del deseo de poseerla.
Ella misma me iba atrapando cada vez más y mis ansias de matar eran insaciables. Apenas podía resisitirme, era una necesidad, algo que me impedía discernir de todo lo demás. Anhelaba asesinar de nuevo. Volver a desgarrar cuerpos, bañarme en sangre cálida, vivir aquellos últimos latidos. Todo fluía en mi mente, aumentando mis deseos.
Mataba prácticamente sin recato alguno, ya sin miramientos. Lo que era afición se convirtió en pasión; lo que era deseo en necesidad; hasta que, poco a poco, aquello me fue consumiendo.
Yo mataba. Llevaba a mis víctimas al sótano y las asesinaba. Actuaba con mucho cuidado, no quería verme sospechoso, no en aquel entonces.

Como yo mismo podía observar, todas mis víctimas eran hombres, pero pronto habría mujeres, cuya muerte se convertiría en algo más intenso para mí. En algo que merecía la pena ser narrado.
La primera mujer que maté la conocí de manera más lenta, aguardé el momento preciso, me apetecía hacer las cosas bien, como si fuera la primera vez. En cierto modo lo era, ella sería la primera mujer, pero no la única.
Así pues, la observé durante bastante tiempo, regodeándome con lo poco que le quedaba de aquella vida. Trabajaba de stripper por la noche y durante el día estudiaba. Supongo que así se pagaba la carrera. Nunca nuestro trabajo puede estar a la altura de nuestras expectativas, pensé, aunque quizá a ella le gustara lo que hacía.
Era una chica interesante, estudiaba psicología, quizá eso me producía una mayor morbosidad.

Cuando entré en ese club de mal agüero en el que trabaja la vi, rodeada como sus compañeras, de cuarentones salidos que estiraban sus dedos regordetes para tocarlas aunque fuera un poco. Sentí un ápice de pena por esas mujeres y, después me aproximé donde estaba mi preciosa víctima.
Me quedé embelesado viendo como bailaba y la poca ropa que llevaba iba desprendiéndose sensualmente de su cuerpo. Sus cabellos rizados ondeaban suavemente acompasando sus contoneos y sus caderas poseían un movimiento que se advertía hipnótico.
Me miró y sonrió provocativamente, mostrando unos dientes pequeños y blancos. Me enseñó su sujetador haciendo ademán de quitárselo y yo seguí mirándola con intensidad. Se dio la vuelta y se agarró a la barra, dándome la espalda y mostrándome unas nalgas redondas y firmes.
Pero eso no era lo que me hacía mirarla así, sino mi perversa mente que la tenía maniatada y sangrando. Yo la veía llorar, gritar y morir, aferrándose aún a la vida.
La sensación me pareció que me acercaba a la que esos cuarentones sentían. Esa idea me asqueó profundamente y decidí largarme de allí, esperar un día más a cometer lo que sería el gran acto de la vida de aquella joven.
Noches más tarde la esperé y, en contra de lo que yo hubiera hecho normalmente, la seduje.
Ella me seguía el juego, como una adolescente bobalicona. Llevaba alguna copa de más, evidentemente puesto que su aliento apestaba a licor.
Me besó mientras su mano buscaba mis pantalones casi con desesperación. La detuve asombrado y le dije que fuéramos a algún lugar más tranquilo. Me miró con aquellos ojos brillantes y me dijo que creía haberme visto antes. Asentí e hice que me acompañara.
Llevaba un vestido negro corto, con la espalda totalmente descubierta, además de un escote impresionante.
La llevé en coche a mi casa, durante el viaje demostró que tenía ganas de algo que yo no iba a darle aunque, claro está, eso ella no lo sabía.
Se iba quitando el vestido lentamente y deslizaba su mano izquierda por la parte interna de mi muslo derecho, deseosa de encontrar lo que escondía en mis pantalones.
No me inmuté hasta que llegamos a mi casa y la conduje al sótano. A esas alturas a la muy cerda sólo le quedaba un tanga sobre su esbelto cuerpo.
Al ver la decoración del sótano me preguntó si era de esos sadomasoquistas. Creo que le contesté que yo era muchas cosas y que no iba a olvidar aquella noche. La até en una cama que tenía y la amordacé. Ahora estaba todo listo.
Me levanté y me puse de espaldas a ella, dispuesto a coger a los dos cuchillos gemelos, que tanto me caracterizaban.
Creo que negó con la cabeza e intentó decirme que a ella no le iba ese rollo. La ignoré y me tumbé a su lado, dejando caer mi rostro en uno de sus minúsculos pechos. Apoyé la punta de uno de mis cuchillos justo en el final de esternón y sonreí al sentir su pulso acelerarse y su rostro contraerse en una expresión de miedo.
Dejé entonces que mi cuchillo resbalara hasta su ombligo, produciéndole un corte limpio que fui abriendo limpiamente. La joven suplicó en un mar de sangre hasta que se desmayó. Me decepcionó mucho lo poco que aguantó, pues pensaba que lo llevaría un poco mejor. Corté sobre todo su cuerpo y me coloqué sobre éste, para que la sangre me bañara mejor.
Despertó unos segundos, en los que estaba entre la vida y la muerte, para llamarme psicópata y yo le clavé ambos cuchillos en la parte baja del vientre y esperé apoyado sobre su pecho.
Fue una muerte tranquila, al menos para mí, no tardó en llegar y, una vez más, me invadió la sensación de placer extremo. Tengo que decir, aún así, que fue menos intenso que en anteriores ocasiones, aunque no tuvo desperdicio.
Pronto me di cuenta de que la sensación había sido más leve ya que había esperado demasiado aquel momento y, de este modo, la había matado demasiado rápido. Me figuré que aquella sensación debía de ser parecida a la que sentían los hombres que, al sentir el más mínimo roce con la piel desnuda de una mujer alcanzaban un efímero clímax.
Sentí una profunda vergüenza y casi asco de mí mismo, y mientras me daba un baño me prometí que nunca más me volvería a pasar.

domingo, 27 de junio de 2010

Confesión-Capítulo II-Parte 5

Me enriquecí bastante tras esa búsqueda y decidí que era hora de buscar otra persona a la que asesinar, lo cierto es que ya llevaba mucho tiempo reprimiéndome. Dudaba que eso fuera bueno para mí.

Esta vez fue un chico al que conocía de vista. Llevaba observándole algunos días; trabajaba en la clínica como secretario. Era amable, de sonrisa fácil, estaba contento, le gustaba su trabajo. Llevaba siempre consigo la foto de una chica muy guapa, supongo que era su novia o su prometida. Algo así oí un día, al parecer quería pedirle que se casara con él. Por desgracia, creo que la pobre se debió de quedar con las ganas.
Y, cuánto más le observaba más me obsesionaba la idea de verle morir. Cada vez que pasaba por mi lado no podía evitar mirarle constantemente observando como mis cuchillos atravesaban su piel, en una fantasía que me consumía por completo.
Solamente le veía en las horas de consulta, pero me bastó para conocerle suficiente como para quererle añadir a mi corta lista de víctimas. Quería saborear la muerte de nuevo y él era el candidado perfecto.
Esta vez, decidí hacer las cosas bien. No quería que el ataque fuera tan impulsivo como la última vez, quería vivir el momento así que el día adecuado le esperé fuera de la clínica. Le saludé amablemente, él apenas me conocía y me devolvió el saludo de forma automática. Frustrado por su actitud me acerqué a él y le cerré el paso, no quería que se fuese sin más. Me sonrió irritado, dijo que tenía prisa, que le esperaban. Le contesté que iban a tener que esperar más de la cuenta, mientras le sujetaba con una fuerza que creía ausente en mi cuerpo.
Tuve que pararme a dormirle, porque me figuré que no quedaba mucho para que empezara a gritar y resistirse al creerse en un peligro, que no era nada comparado al que iba a correr en pocas horas. Le sedé hábilmente con una inyección tranquilizante y, una vez dormido le amordacé y metí en el coche, dispuesto a irme a casa con mi suculenta y fresca diversión.

Recientemente había hecho ciertas reformas en mi casa y tenía mi sótano muy bien ambientado para hacer lo que más me gustaba, llevaba meses arreglándolo y ese muchacho iba a estrenarlo. Ya no podía resistir más y empezaba a sentir la adrenalina.
En cuánto llegué le senté en una silla y le até a ésta. Me senté enfrente de él, en mi mullido sillón, mientras esperaba a que despertase.
Era delgado y su rostro llamaba mucho la atención, era elegante en todas sus facciones. Tenía la barbilla afilada, extraña para ser la de un hombre. Los pómulos estaban firmemente marcados y enmarcaban unos ojos grandes y ligeramente rasgados. Su nariz se apreciaba fina, con la misma belleza que el resto de su cara. Sus manos eran también largas y bonitas, sólo le faltaba una buena manicura para convertirse en unas preciosas manos de mujer. Había oído que a esas manos se les solía llamar manos de artista. Todo en él era bonito, cosa que siempre me había llamado la atención.
La elegancia es un bien escaso entre la humanidad y más de esa manera tan innata como ese chico la tenía. Es una lástima que un humano tan perfecto muriera tan joven, pensará mucha gente, pero yo disfrutaba muchísimo más cuánto más bello era lo que la muerte se llevaba consigo.

Cuando despertó, intentó gritar, pero pronto descubrió la mordaza. Reí, qué placer, verle ahí atado, sin ninguna escapatoria.
Saqué mis hermosos cuchillos de sus respectivos botes y empecé a afilarlos con calma, mientras él se movía agitado en la silla.
Intenté mantener una conversación con él, para romper el hielo y esas cosas, pero no había manera, en vez de contestar de manera amable, tal y como yo le decía, se movía más y más e intentaba gritar. Y eso que le repetí muchísimas veces que nadie podía oírle, pero parecía que él tampoco podía oírme a mí.
Cuando empecé a cortarle levemente sobre su brazo derecho empezó a gritar de manera más audible, aunque eso no me preocupaba, esa habitación estaba completamente insonorizada.
Y ahí estaba yo, víctima de un deseo y una excitación crecientes.
Seguí cortándole, ansioso por pasar a cosas mayores, aquello sólo eran preliminares, yo quería acción de verdad y dudaba que pudiera esperar mucho más. Quería pasar ya al acto que me llevara al éxtasis, que tanto deseaba alcanzar.
Por otro lado, sabía que acelerarlo lo haría todo también más efímero. Por eso me obligué a disfrutar más de aquél momento. Le desabroché la camisa lentamente y dejé que mis cuchillos resbalaran de sus clavículas hasta su ilíaco, pasando por sus rosados pezones, en uno de los cuales llevaba un piercing, que no tardó en caer ensangrentado al suelo.
El muchacho lloró a modo de súplica y deseé con más intensidad su último aliento, los últimos latidos. Anhelé con fuerza observar una vez más el juego de la muerte. Por fin, mientras él suplicaba yo hundí uno de mis cuchillos en su abdomen, mientras que, con el otro atravesaba los aductores del muslo derecho.
La sangre empezó a manar de su cuerpo y a caer sobre el suelo manchando mis zapatos.
Sentí mi respiración agitarse y suspiré al tiempo que él gritaba.
Ya sin poderlo evitar, atravesé sus abdominales de arriba a bajo, sintiendo como el músculo se desgarraba rápidamente.
Prácticamente yo gemía de placer y poco me faltaba para llegar al deseado clímax. Finalmente, clavé mi arma en su arteria ilíaca a la altura de su ingle izquierda. Le tomé entonces el pulso en la muñeca y esperé a que se desangrara rápidamente, mientras hundía mi otro cuchillo muy cerca de sus genitales.
La sangre salía a borbotones de su arteria, al ritmo de los latidos de su corazón, cada vez menos intensos. Estaba demasiado excitado como para prestar mucha atención a lo que me rodeaba, demasiado atento a ese momento que tanto esperaba. Le quité la mordaza, deseando ver su rostro perfectamente en el momento en que todo acabase.
Preguntó "¿por qué?" varias veces, mientras la muerte le sobrevenía. Al fin, ésta hizo acto de presencia y pude volver a sentir esos últimos latidos, ver su rostro, cómo su cuerpo era consumido.
Cuando todo acabó me despojé de mi ropa ensanfrentada y, desnudo, me dejé caer en aquél charco de sangre; aún estaba caliente.

La muerte me producía un éxtasis que nadie salvo yo alcanzaba a entender y, sentir su sangre cálida mojando mi cuerpo era mucho más de lo que podía soportar. Gemía como lo hacía el resto de gente mientras manteía relaciones sexuales. Para mí la sensación del sexo era una ínfima parte de lo que sentía matando.

Le descuarticé aún desnudo y lo guardé en diversas bolsas. Las dejé escondidas hasta tener la oportunidad de irlas tirando. Tras aquello subí al piso superior; disfruté de un baño de agua caliente, que despegara la sangre de mi piel.
Pocas semanas después, en las que yo ya me había deshecho del cuerpo y limpiado los restos de la obscena situación, empezó a investigarse el crímen.
Esta vez fui sospechoso, al igual que otros muchos de la clínica, por eso no me preocupé.
Nadie fue detenido y la investigación se alargó mucho, mas el caso quedó abierto al no haber un cuerpo ni un asesino convincente.

sábado, 26 de junio de 2010

Confesión-Capítulo II-Parte 4

La desaparición del chico fue muy sonada en la universidad, casi tanto como su asesinato descubierto algo más tarde.
Nadie dejaba de decirme que lo sentía por mí, y esa clase de tonterías. Y, es que, de hecho, solíamos pasar bastante tiempo juntos. No es que fuéramos amigos íntimos, pero era grato mantener conversaciones con él. Era inteligente y realmente adoraba lo que estaba estudiando casi tanto como yo, lo sentía como algo apasionante y cada vez que hablaba de ello sus ojos adquirían un brillo especial, que aún recuerdo nítidamente. Para él, el cuerpo humano era una máquina perfecta y maravillosa, pero a su vez tremendamente frágil, solía decir que era paradójico que en una máquina tan perfecta como lo era el cuerpo humano un mínimo error pudiera destrozarlo todo. Era por eso que quería estudiar genética más a fondo, para averiguar que clase de fallos ocurrían realmente para ciertas enfermedades. Creo que hubiera sido un gran médico de haber acabado la carrera con vida.

El tercer año tuve que trabajar más, pues por un momento creí que el dinero no me alcanzaría para todo lo que quería hacer, lo cuál tuvo cierta repercusión en mis notas. Nada grave, siempre fui un chico de excelentes calificaciones, era hábil en el estudio y no me costaba manejarme entre tanta terminología científica.
La biblioteca de la universidad se convirtió en mi segundo hogar y el café en mi amante fiel. Con él pasaba largas noches, mientras mis ojos agotados surcaban páginas y páginas de libros de texto.
Por suerte para mí, me saqué todas las asignaturas perfectamente; me especialicé en el sistema cardiovascular. El corazón siempre me ha llamado mucho la atención, así como todo su sistema, también la sangre y sus componentes. Destacaba entre toda mi clase, todos esos futuros cardiólogos estaban muy verdes en comparación a mí y no es sólo mi opinión, sino la de muchos de los profesores que me dieron clase.
El corazón y la melodía de su sístole y su diástole me volvía loco, así como todas las vías por las que movía la sangre, y el modo en que ésta nos aportaba todo lo necesario para vivir.
Finalmente y sin ningún evento más, acabé la carrera a los veinticinco años. Pensé en buscar un trabajo, puesto que lo necesitaba si quería seguir pagando el alquiler.
No tardé mucho en encontrarlo, aunque mi currículum era brillante así que nadie debería sorprenderse mucho de ello. Ahora trabajaba a jornada completa pero de manera tranquila, en una clínica privada. Dedicaba la mitad de mis horas a hacer consultas rutinarias y el resto por completo a mi especialidad, al principio, cabe decir, que no era muy conocido.
Más adelante, incluso hoy en día soy muy reconocido como cardiólogo, la gente importante con problemas del corazón era enviada para que yo, el Dr. Lambert, la examinara.
En cuanto al tiempo que no pasaba trabajando, lo dedicaba a juntar recortes de gente que, como yo, disfrutaba del arte del asesinato, empezó siendo un pequeño cuadernillo con recortes de mala calidad, hasta que llegué a hacer un pequeño libro con todos esos genios del crímen.
Gary, el payaso asesino, era uno de ellos, durante un tiempo atrajo mi atención. Mató a 33 jóvenes tras someterles a dolorosas torturas sexuales. Pero a mí no me atraía ese tipo de asesinato, de hecho yo jamás lo hubiera practicado así. Yo necesitaba más estilo; apreciaba la elegancia y belleza, tanto de la muerte como la de mis víctimas.
Erzsébet Báthory, una de las mujeres más sangrientas de la historia, sí era realmente apasionante. Se la conocía como la condesa sangrienta, y es que dada su obsesión por mantenerse bella llegó a asesinar a una cantidad impresionate de mujeres, tras torturarlas y desangrarlas, de éste modo bebiéndose su sangre creía que su belleza se mantendría. Era una mujer brillante, una de las asesinas de la historia que más víctimas ha dejado a sus espaldas, aunque fuera por simple vanidad.
El que verdaderamente me gustó, sobretodo en su manera de vivir, fue el famoso Fish el abuelo. Era un torturador que matando y comiéndose a sus víctimas alcanzaba el éxtasis sexual. Esto me recordó mucho a mí, a pesar de que nunca he sentido ganas de devorar a la gente que mato. Además, le excitaba el dolor de sobremanera y la idea de morir en la silla eléctrica le produjo una gran ilusión, de hecho dijo que quería, que era el único estremecimiento que le quedaba por probar. Una vida plena, sin duda.
Algún día yo esperaba ser el ídolo de otro que, al igual que yo, sienta este terrible placer al observar como la muerte consume a su presa.
Quizá nadie entienda por qué yo buscaba esos recortes, que buscase gente así en la historia y, es precisamente porque pasé varios años obsesionado con la idea de que yo no podía ser el único privilegiado. Obviamente era consciente de que había asesinos, pero yo quería a los de verdad, a los que como a mí, les gustaba matar por puro placer.

Confesión-Capítulo II-Parte 3

Poco tiempo después fui llevado a un reformatorio, cerca de Austin. No fui acusado de asesinato, me libré, por los pelos supongo, aún así, tuve que permanecer en él dos años. Hasta la mayoría de edad, cuando podría hacer lo que quisiera con mi vida.
Conocí a algunas personas allí, pero ninguna podía alcanzar a comprender lo que yo había sentido, lo que sentía, lo que quería volver a sentir. Nada lograba llenarme, nada de lo que allí hacían me interesaba lo más mínimo. Me dedicaba a leer libros de medicina y psicología. Ambas cosas eran interesantes dadas mis aficiones.
Nos hacían ir a clase por las mañanas y nos tenían muy controlados. Aún así, pronto dijeron que yo tenía un buen comportamiento o lo tuve al principio, antes de empezar a tirarme a varias de las que estaban allí encerradas. A ellas no les importaba lo que yo les hiciera y ellas hacían cuánto yo les pidiera.
Declararon que no sólo tenía mala conducta por mantener relaciones sexuales en el centro, sino porque mostraba rasgos violentos durante éstas. Ya ves tú lo que les importaba a esos tíos lo que yo hiciera mientras me follaba a esas chicas.

Además hay que decir que toda la gente que había ahí metida no tenía ni idea de lo que era asesinar a un ser humano, había escasas personas que realmente estuvieran allí por delitos graves. De hecho, una de las muchachas, Helen Burdock, según me explicó simplemente era una ladronzuela. Había agredido a una dependienta con una navaja en una de las ocasiones, pero no fue más allá de eso.
Ella se consideraba rebelde y mucho más importante que las otras chicas de su edad. La verdad es que era bastante más atractiva; con su espesa melena rubia y sus vivarachos ojos claros, de un bonito marrón verdoso. No sé qué sería de ella, pero me supongo que habría triunfado en algo, no era una de esas chicas que deja que la vida la pisotee. Era inteligente, lo suficiente para saber manejarse entre la gente hasta llegar a lo más alto.
Yo sólo me acostaba con ellas porque lo deseaban, algunas de ellas simplemente lo hacían por costumbre o por vicio, había gente muy rara allí metida.
A la única que no me tiré fue a Helen, sin embargo mantuve con ella algo parecido a la amistad. Nunca supo por qué me encontraba yo allí, todos creían que simplemente estaba traumatizado, el caso de mis padres fue muy conocido, aunque eso es fácil de imaginar dada la gravedad del asunto.
La señorita Burdock salió poco antes de que yo lo hiciera, miré por la ventana como se alejaba, con una camiseta ajustada y una falda corta. Su pequeña silueta se introdujo en el coche gris de su padre y, antes de lo que cabría esperar, se perdió en el horizonte.

En cuanto a mí me pusieron un psicólogo especial y me llevaron a otro centro, preocupados como dije anteriormente por mi "actitud sexual" como ellos lo llamaban.
Aquél tío, el psicólogo, estaba loco, como todos los que estaban encerrados allí. Ellos lo llamaban centro especializado, no era el modo correcto, era un psiquiátrico. Afortunadamente cumplí los dieciocho antes de que ese chiflado me diera pastillas para "tranquilizarme", anda que no había drogas mejores y más "tranquilizantes" que esas pastillitas.
He de decir en este punto que nunca me he drogado, lo único que ha producido en mí una sensación parecida es la muerte, pero lo cierto es que las pastillas que querían diagnosticarme... dejaban drogados a los que estaban allí; la mayoría se pasaban el día babeando con la lengua colgando. Por suerte, esos fármacos, me parece que han mejorado con los años. Yo no tenía ninguna enfermedad mental como las suyas.
La mayoría eran esquizofrenias, por aquella época y aunque no tanto como en años anteriores, dicha enfermedad era un tema tábú y mantenían a los pacientes permanentemente medicados y atados.

Pero por suerte para mí yo tenía dieciocho años y además había salido de allí con la ESO terminada y un curso de bachiller. Hice el segundo año y gracias a mis notas, conseguí una beca para una de las mejores universidades de Texas, la universidad de Austin.
El complejo universitario es tremendo y prácticamente parece una pequeña ciudad dentro de otra.
Empezaba muy ilusionado la carrera de medicina, me apasionaba anatomía, sobretodo el sistema cardiovascular.
Me alojaba en una residencia que estaba dentro del complejo, era bastante barata y confortable, además contaba con buenas instalaciones.
El segundo año ya logré mudarme a una modesta casa, gracias a los ingresos de las becas y a mi trabajo.
Aún recuerdo cuando llegué, yo era joven, tenía diecinueve años y por aquél entonces tenía un aspecto quizá más salvaje y desgarbado que el que tengo ahora. Seguía pensando en la muerte, en el asesinato, sin embargo durante la carrera no maté a nadie.
Excepto a un joven compañero de clase, cuando estaba en segundo, salimos una noche de fiesta. El primer año había sido mi compañero de habitación y me convenció tras mucho esfuerzo para salir, visto lo visto le hubiera convenido más no conseguirlo. Fui con él a varios bares, donde tomábamos algunas copas antes de ir a otro. Yo no quería emborracharme, sin embargo sin darme cuenta alcancé un estado considerable de embriaguez.
Recuerdo que íbamos muy borrachos, por mucho que intentara resistirme la tentación estaba ahí, el muy maricón creía que mis intenciones eran muy distintas, supongo que por cuestión de la bebida, ya que era un chico muy dado a las mujeres, y me ofreció su boca alcoholizada que rechacé con sutileza.
Mis planes distaban de aquello que él creía y cada vez estaba más excitado al ver ese momento más cerca. A esas alturas de mi vida yo ya me había conseguido un par de cuchillos en una tienda de antigüedades; al parecer eran de origen polaco, el vendedor no tenía muy claro cómo habían ido a parar a su tienda, pero sabía que procedían de Europa. Me dijo que tal vez hubieran llegado a la tienda alrededor de los años 50 o 60.
Realmente no me importaba tanto su origen como su aspecto, eran preciosos y me había costado mucho esfuerzo ahorrar para ellos. Pero les daría un buen uso, tal y como se merecían. Yo mismo los había afilado, y estaban tan sedientos de sangre como yo.
Recuerdo todavía la excitación que sentí al ver su expresión cuando, en aquél callejón donde lo encerré saqué mis preciosos gemelos.
Quizá suplicase o riera creyendo que se trataba de algún juego o preliminar sexual, que yo todavía desconozco. También veo nítidamente su sonrisa de pequeños dientes blancos y cómo ésta desapareció cuando yo, víctima del deseo, hundí mi cuchillo pocos centímetros sobre su pubis. Cerré los ojos presa del torrente de sensaciones y sollocé de emoción mientras volvía a hundir mi cuchillo en sus carnes.
Gritó, pero era demasiado tarde para eso, para él ya se había acabado todo. Le susurré unas palabras en el oído, algo así como "nos veremos en el infierno, amigo mío."
Le tomé el pulso como tanto me gustaba hacer y le desgarré el vientre cada vez más excitado. Veía en su expresión que la muerte ya le llevaba en su manto negro. Loco de placer como yo estaba quise alargar su agonía y cambié la intensidad con que lo acuchillaba. Pero era tarde, no había más allá de aquella mirada, y seguí entre suspiros los últimos latidos de su corazón.
Finalmente lo dejé caer al suelo y me largué rápidamente en su coche. Llegué a mi casa y me limpié toda la sangre como pude. Dejé mis cuchillos en una solución de formol tras lavarlos con agua y jabón.
Yo mismo me hundí en el agua de mi bañera reviviendo cada instante de la muerte del joven, aún oyendo sus latidos cada vez más débiles en mi cabeza.
Toda su vida se había resumido a eso y yo no dejaba de ver su agonía.

viernes, 25 de junio de 2010

Confesión-Capítulo II

Voy a seguir desde donde lo dejamos...

A pesar de ese incidente mi vida siguió de un modo normal. Acusaron a mi hermano de aquella muerte, pues fue él quien le encontró en su habitación, aunque fui yo quién le llevó allí. Pensaron que mi hermano estaba desarrollando algún tipo de trastorno y decicieron hacerle más visitas. Yo, obviamente jamás reconocí lo ocurrido. Mi hermano no me lo hubiera perdonado jamás, aunque tengo la constancia de que él sabía la verdad. Pasó varios días encerrado en su habitación lloriqueando la muerte del animal y negando su culpabilidad.
Mis padres le creían, pero ¿cómo iban a imaginar que había sido yo? Mi actitud iba mucho más allá de la del hijo ideal, creo que incluso les daba miedo.

Cuando empecé el instituto mi hermano había adoptado una actitud algo distinta, se seguía mostrando más activo que sus compañeros, pero aún así estaba claro que su problema había mejorado considerablemente.
A mis doce años yo ya era mucho más alto y ancho de hombros que mis compañeros. Solían creer que había repetido algún curso, he de decir que no era un chico que tuviera muchos amigos. Me interesaba el estudio y tenía claro que quería seguir aprendiendo. No negaré, sin embargo, que me metí en ciertos líos, sin demasiada gravedad; lo típico, faltas de clase, alguna que otra expulsión... pero vamos, cosas banales... Cosas típicas de la edad, que yo no acharía como ahora hacen muchos a que sea un asesino.

Aún así cuando yo tenía dieciséis años, algo diferente ocurrió, algo que cambiaría por completo mi vida. Mis recuerdos de ese día son bastante nítidos, lo cual no es del todo agradable. Alguien entró en casa y robó y destrozó todo lo que encontró a su paso, no sé ni por qué ni cómo, sólo sé que últimamente mi padre tenía algunos problemas. Yo desperté sobresaltado por ciertos ruidos que estaba escuchando. Oía gritos atroces, el salpicar de la sangre y a mi madre llorar. Cerré los ojos y esperé. Cuando me levanté de mi cama ya sabía lo que iba a encontrarme, mis pies descalzos se toparon con un suelo frío, demasiado frío para la estación en que nos encontrábamos. Cuando atravesé la puerta de mi habitación, lo primero que vi fue a mi hermano de pie, en medio del pasillo, sobre un pequeño charco de sangre, que cada vez se extendía más y más, manchando la moqueta. Cuando se dio media vuelta quedé estupefacto, no tenía ojos. Era una visión horripilante, pero aún así no me inmute. No parecía estar muy consciente, seguramente le quedaban minutos de vida, de su vientre brotaba mucha sangre.
El pobre infeliz solamente tenía catorce años y era muy pequeño para su edad. Cuando pasé a su lado se aferró a mi brazo y yo, en mi estado, nada más pude que zafarme de él. Lo mejor hubiera sido cortarle la garganta, para aliviar su dolor, mas no hice nada de eso. Yo quería ver con mis propios ojos cuál masacre había terminado con mis padres.
No es que en ese momento me gustara todo ese espectáculo y no se debe pensar en ningún momento que yo deseara ese fin para mi familia.
Cuando llegué al dormitorio principal vi las sábanas blancas empapadas de sangre, mi madre reposaba tumbada sobre la cama, naturalmente sin globos oculares. Pero en ella había algo más, su vientre estaba rajado desde el pecho hasta el pubis y de él brotaban sangre y vísceras, perfectamente visibles dado el corte limpio que la había matado. Lo único intacto era su pecho, firme pero teñido de rojo.
En cuanto a mi padre estaba arrodillado a los pies de la cama, sin ojos, como adorando el cadáver de su esposa, le habían roto los dedos de las manos y éstas parecían completamente amorfas y, al igual que en el caso de mi madre le habían abierto limpiamente un corte en el vientre.
No recuerdo muy bien qué pasó tras eso, quizá vomité sobre la alfombra del pasillo, mientras caminaba sin fuerzas por él, dispuesto a bajar a la cocina. Yo sabía que quien hubiera hecho eso seguía por allí, algo dentro me lo decía... Quizá si lo encontrara me matara como a ellos.
Pero por algo estaba yo vivo, no iba a permitir que me hicieran lo mismo. Así que bajé las escaleras lentamente y caminé hasta la cocina, donde me hice con un par de cuchillos.
Sabía que el asesino seguía en la casa y lo cierto es que no tardé mucho en toparme con él, supongo que también me estaba buscando. Iba armado con un machete largo, pero fui más rápido que él y, antes de que el hombre tuviera tiempo de defenderse, me dispuse a clavarle una de mis armas a la altura del estómago. Sé, que por su parte, me hizo un corte en el brazo antes de que su arma cayera al suelo con un ruido sordo. Le había sorprendido, seguramente no esperaba que fuera a atacarle, me imaginaría más asustado, más impactado...
Cualquiera lo hubiera estado si hubiera visto lo mismo que yo.
Sentí como su carne cedía y crujía al paso del filo de mi cuchillo y noté una oleada de placer, odio y miedo. Sonreí extasiado, lo recuerdo perfectamente. Mientras la sangre salía a borbotones de su cuerpo y manchaba el mío, medio desnudo, así como mi rostro.
Le clavé el arma repetidas veces, víctima de esa adrenalina, cada vez con más intensidad hasta llegar a un clímax en el que clavé el cuchillo lo más hondo que pude y le desgarré todo el vientre. Le tomé el pulso y observé con placer como éste se detenía. Pronto aprendería a vivir ese momento con más intesidad. Me relamí mientras miraba a mi alrededor. Estaba rodeado de sangre y vísceras, mirase donde mirase era espectacular la cantidad de color rojo.
Y le deposité en el sofá, cuidadosamente, me senté allí, a su lado, junto al mar de sangre. La herida de mi brazo era poco profunda y apenas me dolía. El resto de mi cuerpo también estaba cubierto por ese líquido carmesí, sin embargo no todo eso era mío.
Observé a aquél asesino unos instantes. Tenía la boca entreabierta y de ella resbalaba un hilillo rojo, que se perdía mezclado con saliva sobre su camisa. Tenía los cabellos castaños y el rostro redondo. Sus ojos no parecían los de un criminal, eran de un intenso color azul celeste, completamente esféricos. Su nariz era chata, visto desde mi perspectiva su rostro recordaba al de un joven cerdo, era también sonrosado incluso. Su parecido era excepcional.
Durante unos instantes me reí a carcajada limpia con esa única idea en la mente.
No dejé de mirarle en lo que siguió de noche, quería seguir contemplando cómo había quedado. Pocas horas antes del amanecer le arranqué los ojos, de un modo mucho menos exacto a cómo él se lo había hecho a mi familia. De hecho su rostro quedó completamente irreconocible. Tiré los globos oculares al otro extremo de la habitación, enfrente de la puerta y salí al umbral de mi casa.

Decidí largarme, pero no todo salió bien, al parecer una vecina había llamado a la policía y yo me la encontré nada más salir de mi casa, un agente de policía se acercó a mí, alarmado al ver mi aspecto. Quisieron hacerme un montón de preguntas, a pesar de las objeciones del agente que me había sacado de allí.
No hable mucho de lo sucedido, y para ser franco, no era por el dolor, sino simplemente porque no tenía nada que aportarles a esos hombres. El asesino estaba muerto, ¿qué más querían investigar?

jueves, 24 de junio de 2010

Capítulo II

Confesión
Capítulo II

Me llamo Lawrence Lambert y nací en París, Francia en el hospital Saint Vicent de Paul, un nevado 24 de marzo de 1973. Poco recuerdo de París, de hecho yo era todavía muy pequeño cuando nos mudamos aquí, a Texas. Ya se sabe, yo viví allí cuando tenía una edad en la que prácticamente todas las personas tienen recuerdos borrosos, si es que los tienen. Pero sé que era precioso, habría sido un lugar estupendo para vivir. Sin embargo es lo que tiene el trabajo, era el de mi padre. A mi madre le parecía bien la mudanza, ¿qué puede cambiar mi opinión ahora?
Cuando llegamos a Prosper yo contaba con escasos tres años. No recuerdo muchas cosas, pero sí la primera imagen de mi casa. Para ser franco, no tenía nada que envidiarle a mi antiguo hogar de París, o al menos eso pude admirar más adelante en viejos álbumes familiares. Aún así las vistas, y lamento reconocerlo, eran deplorables en comparación a las de mi ciudad natal.
Es lógico, todos sabemos que si por algo destaca París es por gozar de una impresionante belleza.
Dos años más tarde de llegar allí, nació mi hermano Patrick. Fue una sorpresa para todos, incluidos mis padres. Sin embargo no fue una de esas desagradables, el pequeño supuso una gran alegría en mi familia. Era estadounidense, es fácil imaginar la ilusión que eso provocaba en mis franceses padres. Un hijo estadounidense y otro francés.
Patrick era de cabello oscuro y ojos marrones, no nos parecíamos en nada y eso marcaba más las diferencias que de por sí teníamos, lo más similar que teníamos era la piel, de un blanco inmaculado y aún dentro de este parecido yo era más pálido, mi piel, de hecho prácticamente roza la trasparencia.
En un principio y como es habitual en los hermanos mayores, yo le detestaba, más que a nada. Creía que era superior a mí, hay que decir que ese sentimiento se acrecentaba con la atención que le dedicaban al pequeño, que además no gozaba de muy buena salud.
Afortunadamente, con el tiempo aprendí a llevarlo bien y solía ayudarlo. Yo era más inteligente, no es por alardear, pero es así. Siempre andaba detrás de él vigilando sus movimientos, era un bicho inquieto que no dejaba de fracturarse huesos, hacerse horribles heridas y, en general, provocar desastres.
Y puedo asegurar que entonces nos vino muy bien tener dinero, si hubiéramos sido de clase más baja mi hermano no hubiera sobrevivido a muchos de sus accidentes.
En el colegio yo destaba por mis altas cualificaciones, mi hermano sin embargo era un imposible según los profesores. Más adelante les comunicaron a mis padres que Patrick sufría un importante trastorno de atención, no es de extrañar, era hiperactivo.
La verdad, creo que lo que sentí durante mi infancia por mi familia fue bonito en su cierto modo, supongo que es a lo que la gente llama amor, afecto, cariño... yo lo tacho de simple dependencia y es que, ¿cómo no vas a querer a la mano que te da de comer?
Pero vamos a dejar eso a un lado, ya que puede provocar muchas disputas.
Lo cierto es que, desde ese punto de vista tuve una infancia bastante buena, aunque bien hay que decir que siempre mostré unas aficiones bastante extrañas. Adoraba guardar insectos y animales pequeños para torturarlos un poco. Nada grave. O, al menos, no lo era por aquél entonces, estaban todos absortos con el pequeño Patrick como para atender a lo que yo les hacía a esos bichos. Además, nadie se hubiera alarmado, eran solamente insectos ¿Quién no le ha arrancado las alas a una mosca y después la ha observado retorcerse? Es uno de los pocos placeres de la vida del infante.
El ser humano es cruel, pertenece a nuestra naturaleza, no hay modo de evitarlo.
Yo entonces no sabía que aquella fascinación por la muerte crecería y crecería hasta convertirme en lo que hoy en día soy, simplemente disfrutaba de esa sensación de poder.
Las navidades en las que yo contaba con nueve años le regalaron a mi hermano un perro, por recomendación del psicólogo que le trataba, decían que le ayudaría con su problema.
El pequeño Patrick se puso muy contento al ver al cachorrillo, recuerdo que ambos correteban por la alfombra del salón mientras yo, en el sillón, admiraba las páginas de mi nuevo libro.
He de admitir que siempre fui un gran amante de los libros y eran uno de mis regalos favoritos. No recuerdo el nombre del libro, creo que yo también le prestaba más atención al animal, pero de un modo bien distinto al que lo hacían mi hermano y mis padres.
Yo veía en el animal otro experimento de los míos, una de esas criaturas inferiores.
Quizá en ese momento no lo viera de una manera tan clara, pero ahora sé que así era, mi mente entonces empezaba a mostrar ciertos rasgos que se agudizarían a medida que pasaran los años.
Y en junio, cuando tenía diez años cometí mi primer crímen contra el perro de mi hermanito. Él estaba en la bañera, yo me había quedado en las escaleras del patio con mi inseparable libro. El perro correteaba delante de mí, ya había alcanzado un tamaño considerable pero seguía siendo igual de revoltoso. Yo maté al perro, no lo pude evitar, fue algo que surgió de mi interior, cuando me miró con esos brillantes ojos parduzcos, mientras babeaba sobre mis pies. Y esa oleada de asco que sentí al principio se transformó de manera casi increíble, en una creciente ira que no logré controlar. Le asfixié, recuerdo que el animal gemía mientras yo apretaba más y más con mis pequeños dedos sobre su cuello, obstruyendo cualquier vía de entrada de oxígeno. Y murió entre mis brazos, bajo mi atenta mirada, estaba hipnotizado y ya entonces descubrí que aquello era algo mágico, aunque aún no alcanzaba a entender lo que la muerte en sí sería algún día para mí.

sábado, 19 de junio de 2010

Confesión

Capítulo I
Las puertas se abren lentamente dando paso a un hombre armado con varios tipos de armas, de aspecto fuerte al que sigue un hombre alto y delgado de pelo canoso y brillantes ojos verdes. Va con una cruz muy grande en el pecho y una Bíblia bajo el brazo. Su atuendo es clásico para su profesión. Se mantiene sereno mientras oye sus propios pasos sobre el suelo de baldosa oscura, al tiempo que evita mirar a los presos que hay al otro lado de los barrotes.
Muy bien sabe que en esos momentos ninguno quiere hablar, solamente ir ya a parar hacia el lugar donde van a ser sacrificados, como ganado.
Dios perdona, dice la Biblia, pero cómo si hay Dios permite que haya gente así, se pregunta una y otra vez el padre Robin sin dejar de caminar.
Finalmente el guarda se detiene ante unos barrotes, en cuyo interior parece haber otra celda, de hierro más reforzado.
-¿Es él? -Pregunta el sacerdote en voz baja.
-Sí, señor. -Contesta el guarda de manera diligente.
El padre Robin le observa durante unos instantes que se le hacen eternos. No es como le imaginaba después de todo lo que ha oído hablar de él. Sus cabellos son de un rubio inmaculado y su piel es tan pálida que incluso parece transparente. Está sentado en la cama, apoyando sus codos sobre sus rodillas, de manera que su rostro queda cubierto por sus manos y sus cabellos. Parece completamente relajado y no hay indicio alguno de nerviosismo, miedo, ira o cualquiera de esos sentimientos a los que el párroco está acostumbrado en ese lugar.
Espera a que el guarda abra la puerta de la pequeña antesala, casi con impaciencia, aunque no sin cierto temor. Cuando por fin las puertas se abren ante él, el padre Robin entra con calma y nada más hacerlo se santigua varias veces. Vuelve a fijar su mirada en el hombre, al tiempo que el guarda cierra la puerta de la antesala y se hace a un lado para esperar, atento por si tuviera que actuar.
El sacerdote se asusta cuando el hombre alza la mirada y le observa. Sus ojos son de un azul muy pálido, tanto que incluso parecen blancos. Su mandíbula es firme y cuadrada y sus labios finos, enmarcando una pequeña y fruncida boca. Su nariz perfectamente recta y lisa y sus pómulos altos, muy marcados y bien dibujados.
Se serena rápido e intenta aproximarse a la zona en la que el hombre se encuentra, pero éste alza una mano tras volver a bajar la mirada.
-No necesito sus oraciones ni confesiones. Ni el perdón de Dios, ni esa clase de chorradas que ustedes, los de su calaña, pretenden vender a la gente. Yo no creo. ni en Dios, ni en Alá, ni en Buda, ni en ningún ser superior. -Dice el preso con un marcado pero leve acento francés.
-Eso al final de nuestras vidas cobra más sentido... Deberías pensar en ello ahora que pronto vas a ser juzgado. -Dice el padre Robin cuidadosamente.
-¿Sabe usted a quién le importa eso al final de su vida? Solamente a los cobartes que se aferran a un perdón que no existe, a una salvación. Como lo llamen ustedes, que son los que viven de ello.
-¿No crees que tal vez...?
-Lo más relevante en este momento de mi vida, es paradójicamente la muerte. Fíjese usted el tiempo que llevo conviviendo con ella, como si fuera mi más fiel amante y quizá, como hubiera hecho ella de haber existido, va a destruirme.
-Y... ¿Cómo te sientes al respecto?
-Perfectamente... ¿No se dejan ustedes pisotear por ese Dios al que tanto aman? -Dice sonriendo. El clérigo permanece serio, sigue mirando al recluso con sus ojos verdes.
-He venido a pedirte confesión.
-¿Confesión?
-Sí, vengo a escuchar tus pecados y a...
-¿Absolverme de mis pecados?
-Exactamente, pero si usted no es creyente, quizá lo mejor es que me vaya.
-¡No! No hombre, no. ¿Ha venido hasta aquí solo para eso?
-¿Quiere confesar? ¿Por qué?
-¿Por qué no? A ustedes, los curas, les gusta escuchar estas cosas, ¿no? Además yo no tengo nada mejor que hacer.
El párroco retrocede un poco y se sienta en un taburete desgastado.
-Así que quieres confesar. -Dice lentamente.
-Le advierto que tras oír mi historia quizá no pueda volver a conciliar el sueño, y ni tan siquiera la oración le aleje de los pensamientos que pronto no le dejarán vivir en paz. ¿Está dispuesto?
Tras santiguarse un par de veces más, el hombre traga saliva y asiente mientras toma un rosario entre sus dedos.
El presidiario sonríe divertido al ver los gestos del padre Robin y se dispone a confesar.